«Buenos Aires: arqueología de una ciudad que no quiere conocer su pasado»
El artículo «Buenos Aires: arqueología de una ciudad que no quiere conocer su pasado» de Daniel Schávelzon es una ponencia presentada en el Simposio Homenaje a Román Piña Chán en el Museo Nacional de Antropología e Historia, INAH, México, 2006; publicado en Divulgata, número 3, correspondiente al año 2009, página 18, México.
“De todo laberinto se sale por arriba”
Eduardo Mallea
Hay dos ciudades en este continente que se parecen en muchas cosas, similares en densidad de población, formas de crecimiento, tipologías de arquitectura y problemas sociales, pero insólitamente han generado políticas patrimoniales y arqueologías profundamente diferentes, tan diferentes que hasta podríamos caracterizarlas como opuestas. Obvio que son resultado de historias distintas, aunque una mirada mayor podría decir que no lo son tanto. Y siempre es bueno mirar hacia los lados y ver qué sucede en otras tierras para evaluar mejor lo que hace uno mismo. Ese es el espíritu de este trabajo.
México es una ciudad que tiene por debajo de sí una larga secuencia cronológica, de lo que el Templo Mayor es un ejemplo, o Cuicuilco con mayor temporalidad, o tantos otros sitios. Buenos Aires en cambio no tiene nada anterior a los españoles salvo algún tepalcate olvidado, un par de puntas de proyectil de piedra y ni siquiera se ha logrado saber con certeza dónde fue fundada en el siglo XVI. Para el arqueólogo esto puede simplificar las cosas –hay poco que hacer-, pero en realidad debería transformar ese corto pasado existente en algo muy importante, que resultara imposible e impensable de destruir o perder. A esto vamos, aunque prevengo que, al contrario de lo habitual, el narrar cosas hermosas de su país o ciudad, en este caso no va a ser así.
¿Qué significa hacer arqueología en una ciudad de diez millones personas en la cual priman los intereses inmobiliarios y donde el Estado no avanza más allá de lo declarativo y emocional, incluso actuando como demoledor de bienes?; ¿qué hacer tras 25 años de trabajo durante los cuales se logró establecer el reconocimiento de parte de la comunidad a la labor patrimonial, a la arqueología de la ciudad y hasta alguna legislación preservacionista, pero donde casi no se toma medida concreta ya que se da prioridad a los negocios inmobiliarios sobre la preservación?, ¿cómo actuar ante una realidad contradictoria que se inserta en una tradición de arqueología prehistórica y de conformación corporativa, que recién incorpora el concepto de patrimonio?, ¿qué hacer con una ciudad que ha borrado en forma absoluta –o que ha sido distorsionada hasta ser irreconocible- toda traza de su arquitectura fundacional, colonial e incluso de la primera mitad del siglo XIX?, ¿qué hacer cuando lo que descubrimos con la arqueología es precisamente la afirmación de esa forma de ser y pensar: que cada generación rehace su hábitat a nuevo?
Lo que voy a tratar de trasmitir son esas experiencias en el marco de una América Latina que ni es homogénea como muchos querrían, ni funciona de la manera en que me gustaría que funcionara, ni siquiera con la lógica con que avanzan, bien o mal, la mayor parte de los países del mundo. Quizás alguno pueda pensar, y con razón, que estoy viejo y agotado de pelear contra los “molinos de viento”, como el Quijote; aunque la sociedad aun me critica el actuar como Sancho Panza, embelesado ante la posibilidad de regir la utópica (aunque en realidad existe) ínsula de Barataria. Quienes estamos en la preservación siempre hemos asumido el papel de redentores sociales, de quienes detentábamos una verdad que debíamos revelar a los pobres de espíritu que aun no lo conocían; debíamos evangelizar, “educar al soberano” al decir de nuestro Sarmiento. Esta peligrosa paráfrasis religiosa es un tema aun vigente y genera parte de las contradicciones básicas que tendremos que discutir; y eso lo publicábamos hace veinte años (Schávelzon 1981 y 1984).
Buenos Aires es una ciudad totalmente urbanizada con límites puestos en el siglo XIX, cubriendo lo que eran áreas semirurales; pero hoy su realidad no se acaba en una calle o avenida limitante, ya que continúa en un conurbano gigantesco, más grande de lo que uno puede conocer en su propia vida, ni hablemos de estudiar o ayudar a generar proyectos. Crece más rápido de lo que podemos comprender o aprehender.
Imaginemos un Buenos Aires en donde si por milagro de alguna divinidad cada obra de construcción que se iniciara pidiera supervisión arqueológica –y sólo eso, e incluso pagándolo muy bien- todos los arqueólogos del país [1] mal alcanzarían para un solo día de trabajo; al día siguiente todo seguiría sin poderse cubrir ya que aunque la demolición y excavación para los nuevos cimientos llevara al menos un mes, sólo después de ese tiempo se tendría a los profesionales listos para una nueva obra. El promedio de edificación (legal) en cincuenta años es de un millón de metros cuadrados anuales, lo que no llega a cubrir el 1 % del total edificado que es de 120 millones de metros cuadrados [2], y hay 120 mil edificios en altura. En el año 2000 se construyeron cerca de 1.700.000 metros cuadrados; el año pasado se superó los tres millones. Hay en la ciudad 863 hectáreas de verde, lo que es muy poco pero en superficie es casi el doble de una ciudad mediana. El parque de Palermo cubre 190 de ellas y esa superficie, arqueológicamente, es ya una cifra colosal. Un solo barrio nuevo como es Puerto Madero, totalmente reciclado de construcciones del siglo XIX y rellenos históricos, mide 170 hectáreas y la Reserva Ecológica tiene 300 has, hecha con rellenos sólidos que muestran la vida urbana previa. La ciudad tiene dentro de sus límites políticos 195 kilómetros cuadrados de superficie con 12 mil manzanas edificadas y cada una de ellas de más de 10 mil metros cuadrados de superficie promedio, las que están cubiertos por cerca de 310 mil lotes y 1.2 millones de unidades de vivienda; además hay 2100 calles y avenidas que ocupan superficies importantes y las obras de subterráneos que se extienden por toda la ciudad.
Tomemos un sector de muestra: Palermo Viejo ahora rebautizado como Palermo Soho; la enorme mayoría eran casas del siglo XIX tardío o inicios del XX lo que daba un muy alto nivel de conservación del suelo; en el 2001 se construyeron cuarenta edificios en altura en cien manzanas, este año ya hay 58, lo que significa que faltando medio año, en sólo dos años tenemos un promedio de más de una torre nueva por cuadra. Actualmente hay en obra 137.000 metros cuadrados. Esto implica que si se mantiene la tendencia en cinco años no habrá un metro cuadrado por excavar. Como datos, en la ciudad en lo que va del siglo se edificaron promedio mil edificios en altura, siendo el récord el año 2001, crisis mediante, de 1220 de ellos. Barrio Norte, más aristocrático reunía una importante cantidad de petit-hotels de gran categoría; estos han casi desaparecidos y la información es de que se demuelen dos al mes, aunque un relevamiento preliminar indica que aun quedan cien completos y otro tanto alterados. Esto nos da un futuro más lejano, de cerca de diez años para acabar con todo.
La arqueología urbana, por otra parte, tiene características propias: técnicas y métodos que obligan a trabajar en el duro cemento, al uso de maquinaria pesada y a procedimientos poco ortodoxos, a veces violentos, la falta de tiempo, la convivencia con empresas de construcción y la rapidez con que se generan las propuestas y hay que dar respuestas, o hacernos responsables de no darlas. Hemos presentado casos en que para excavar bajo una casa, al no contar con autorización, lo hemos hecho lateralmente desde el sótano de un vecino haciendo una “excavación lateral” muy compleja de registrar, incluso de explicar (Schávelzon, 2007). Otras veces hemos encontrado sótanos cuyo piso, varios metros debajo de la capa original del suelo, habían conformado un nuevo suelo, que después de un siglo ya era posible excavar. Y muchas veces hemos trabajado en la basura y escombro de destrucciones recientes, hechas delante nuestro, recuperando lo que sólo pocos días antes estaba entero y hubo que esperar su demolición para poder actuar. Trabajos en que nos han dado sólo pocas horas antes de destruir los contextos, o que debíamos usar métodos como el soborno a los capataces o darles vino a los operarios para tener un día más: usamos desde credenciales oficiales falsas hasta llamadas telefónicas apócrifas a nombre de funcionarios importantes, lo que ayuda a abrir puertas. Son los malabares de la gestión en una ciudad que no quiere que se haga arqueología, si es que esa entidad, “la ciudad”, existe como tal o realmente la representan sus gobiernos de turno [3]. Hubo dos casos que tuvieron repercusión en los medios de comunicación, llegando uno a sede judicial, en los que un grupo de arqueólogos actuó en obras nuevas y por su falta de capacidad de gestión terminaron siendo desplazados y ambos sitios rellenados de concreto. El mismo secretario del juez que detuvo una de esas obras estuvo de acuerdo en irse y dejar todo, cuando los arqueólogos le pidieron el dinero para trasladar los objetos recobrados ya que no tenían ni siquiera cómo hacerlo. Es decir, no se puede hacer arqueología o preservación desde la improvisación.
Podemos entonces hablar de cómo ha sido necesario generar una concepción que ha llevado mucho parir y aceptarla, donde la destrucción urbana del suelo y subsuelo no deben ser considerados como enemigos a combatir si no como aliados potenciales para generar trabajo y conocimiento; o nada. Absurdamente fue necesario combatir las posturas de la ortodoxia arqueológica que prefería nada a un levantamiento de datos o una excavación poco regular, o peor aun, los que consideraban que esto ponía en relación de dependencia a la arqueología con otros campos del conocimiento. La toma de decisiones ejecutivas es, muchas veces, dolorosa, ya que siempre implica dejar destruir algo, o mucho. Pero esta forma de trabajo abrió las puertas a las arqueologías contractuales, de colaboración con la restauración del patrimonio y más que nada, la municipal. Se pueden discutir en muchos casos los objetivos y fines de cada una de ellas, para tratar de entenderlas mejor, pero permiten ver cómo las ortodoxias, buenas en sí mismas, pueden variar ante condiciones inimaginables para quienes las establecieron. Obviamente a Sir Mortimer Wheeler jamás se le ocurrió excavar en una terminal de autobuses o en una precaria villa miseria manejada por la droga. Ni hablar de sitios altamente contaminados o donde la napa freática ha subido y sólo permite excavar medio metro de los casi cinco que tienen los restos de ocupación.
Por otra parte estas formas de hacer arqueología parten de hipótesis que no son generadas en ámbitos universitarios si no institucionales; por lo general al inicio son simples preguntas a responder a los políticos. Este es otro tema que resulta tentador para asomarse y mirar dentro, ya con experiencias. Por supuesto estamos hablando de un país y una ciudad en donde los organismos institucionales que deberían dedicarse a construir un sistema de arqueología de rescate y brigadas de rápida intervención –recordemos que no es un país con la arqueología centralizada como sucede con el INAH-, no sólo no lo hacen, ni lo harán en mucho tiempo, ni siquiera ha sido posible hablar el tema. Al menos en el Gobierno de la Ciudad intentamos hacerlo desde 1996, pero fracasó y veremos porqué; el Área de Arqueología Urbana tiene un único arqueólogo y una sola restauradora, quien a su vez tiene por tarea hacer burocracia legal para satisfacer la nueva legislación impuesta por la Secretaría de Cultura de la Nación de hacer fichas de cada tepalcate, lo que a su vez es recibido por dos arqueólogas de la Oficina de Registro y por las tres abogadas que hacen la auditoría de los procedimientos. Es decir: uno para excavar, uno para hacer fichas, cinco para supervisarlas [4]. Desde hace casi un año los organismos municipales no autorizan financiar excavaciones ni siquiera si son pedidas por otras dependencias del mismo gobierno. Por eso y con total independencia de para qué excavamos, es decir cuáles son los objetivos científicos que se establecen, debemos poder imaginar el desafío de proteger y estudiar –y frustrarse al no poder hacerlo-, de 200 millones de cuadrículas arqueológicas potenciales bajo una intensa y millonaria presión inmobiliaria.
Recordemos que la mayor parte de la ciudad ha sido nivelada durante el siglo XIX –aunque se inició antes-, rellenándola con basura doméstica e industrial durante más de un siglo, alterando el paisaje hasta en varios metros de altura y generando un potencial de riqueza inimaginable. Es por eso una aventura intelectual pensar que un edificio de sólo veinte pisos –ya los hay de cincuenta-, tiene una presión de U$ 50.000 por metro cuadrado, es decir por cuadrícula y ¡necesitamos excavar allí! Es así posible imaginar que la vida de un investigador queda expresada en la excavación de una manzana que tiene diez mil cuadrículas de un metro cuadrado. Obviamente no es necesario excavar todo, sea cual fuere el proyecto, pero sí es necesario definir, qué podemos y qué queremos estudiar y proteger para que sea excavado en algún momento, suponiendo que pudiera hacerse. Absurdamente el Plano de Potencial Arqueológico de Buenos Aires, proyecto que intentaba identificar los sitios de alto valor y obligar a su supervisión, obviando lo demás salvo los hallazgos casuales, lo que fue boicoteado por los mismos arqueólogos tradicionales que veían una “privatización del patrimonio”. Entre eso y el rechazo desde los organismos del Estado, nada se hizo: el temor al cambio sólo le sirvió a los destructores.
Las arqueologías urbana e histórica en Argentina pusieron en el frente el tema patrimonial desde sus inicios, por eso no es casual que allí llegue tanta gente a trabajar sin formarse en la arqueología propiamente dicha a la que el patrimonio no le ha sido significativo. Viendo que es un tema de interdisciplina y por ende generando conflictos juridisccionales comprensibles ha atraído muchos intereses, voluntarios y recursos. Tampoco es casual que la nueva carrera oficial de Restauración y Preservación de Bienes Culturales esté asociada a las Bellas Artes y no a la arqueología, mientras que los cursos de posgrados en preservación, salvo uno y nuevo, dependen de la arquitectura o de lo urbano. Es cierto que en los últimos tres o cuatro años varios grupos de arqueología han aceptado la presencia de un conservador o restaurador, pero creemos que es precisamente resultado de este proceso.
Al excavar, además de información científica se produce un patrimonio que la comunidad exige verlo y que se lo expliquen, y los municipios están ahí, o deberían estarlo. En México es diferente: está el INAH, bien, mal o como puede, pero existe alguien; aquí no. Además, la arqueología urbana por su propia especificidad excava en edificios ya reconocidos como patrimoniales, lo que si bien produce mayores costos también genera la necesidad de una interdisciplina en relación dependiente con la restauración y conservación.
¿Qué clase de ciudad es Buenos Aires y su sociedad qué actúa de esta manera incoherente? Recordemos que el siglo XX, al menos desde 1930, es una secuencia poco interrumpida de dictaduras que entronizaron una historia nacionalista, burda, asocial, apolítica y clasista, no interesada en preservar sus monumentos, ya que desde el mismo Cabildo hasta la Casa de la Independencia fueron demolidos y fue necesario reconstruirlos en 1940; sólo se interesaron en la simbología de poder que implicaban, en reafirmar a Buenos Aires sobre el resto del país. La historia de la manera de ver y entender lo que era o no patrimonio surgió del Nacionalismo, pasó por lo clerical y militarista y, cuando hubo movimientos populares –desde el Socialismo hasta el Peronismo- jamás se preocuparon del tema.
Pero, y resulta interesante, la democracia conquistada desde 1984 no ha logrado resolver el tema patrimonial el que apenas si le ha interesado. La realidad es que la ciudad de Buenos Aires sigue liberada a los intereses inmobiliarios, los que no son malos de por sí, sólo que tienen sus propios intereses; para cuidar el patrimonio están el Estado y más que nada las organizaciones públicas y entre ellas las asociaciones de profesionales. Pero hasta hoy, las ideas del progreso infinito materializado en el recambio urbano, parecen seguir triunfando casi sin oposición: un edificio escolar eficiente implica un edificio nuevo para la gran mayoría, jamás uno antiguo restaurado. ¿Es esto un escollo a superar, una decisión consensuada por la sociedad, un supuesto plan maléfico del mercado inmobiliario?, ¿es sólo la corrupción de los funcionarios públicos?, ¿qué es?, ¿tendremos que aceptar que puede existir –o seguir existiendo- una arqueología desligada del patrimonio si la sociedad así lo requiere?
Al menos la experiencia parecería mostrar que si la Nación hace leyes patrimoniales, hubiese sido mejor que no las hubiera hecho, porque sólo fortalecieron las corporaciones, generaron burocracias reafirmando el poder de los organismos y abortaron proyectos: el saqueo y tráfico ilegal está feliz, ya que en realidad lo que vio es subir los precios de los objetos en el mercado al tener el cliente más complicaciones para su comercialización; los saqueadores ni se enteraron.
Por otra parte y a diferencia de México, la arqueología urbana argentina ha sido pensada como no centralizada, rompiendo monopolios de poder y tratando de hacerse desde los municipios; es un país Federal que aprendió tras medio siglo de dictaduras a reforzar lo local y a desconfiar de lo nacional. No quiero juzgar si eso está bien o mal, pero así es. Y también aprendió que sus arqueologías de los afro descendientes hoy desaparecidos, y de la conquista y de la inmigración europea, y de los desaparecidos por las dictaduras, son fundamentales para la construcción de su identidad, no sólo lo indígena Si el INAH tiene unos 700 profesionales y personal diverso, su supuesto similar, el INAPL de Argentina tiene 14 “investigadores” todos en el mismo edificio en Buenos Aires; como concepción es, desde el inicio, diferente. Y ni un solo sitio arqueológico o histórico depende de ellos.
Por supuesto uno se pregunta qué hacer; nosotros creemos que en las ciudades –ese es nuestro terreno-, hay que excavar en dónde se pueda y cómo se pueda, ya que toda dilación es irreversible ante la destrucción inmobiliaria. Pero a su vez, en lugar de centralizar hay que fortalecer los municipios y la arqueología conectada con la comunidad a través de los organismos no oficiales. Hay que consolidar las ONG, hay que construir una masa crítica de estudiantes y nuevos profesionales de la arqueología, hay que romper monopolios de poder de interesados en su promoción institucional y los presupuestos del gobierno y generar discursos comprensibles para instalarlos con los medios de comunicación en la sociedad. Y más que nada, seamos modestos ubicándonos en nuestro espacio real en la sociedad, que es muy pequeño.
Valga un ejemplo: la casa que estaba ubicada en la avenida San Juan 338, propiedad de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad: desde 1999 había sido identificada por su alto valor para la arqueología y la historia, se la excavó metódicamente por cinco años y luego fue demolida para quedar el terreno abandonado con la justificación de ampliar un museo el que aun no se hizo. Para esa época los medios de comunicación dieron una noticia que generó muchas expectativas: se había “descubierto” la casa más antigua de Buenos Aires. Lo interesante –casi absurdo- es que se había descubierto una casa que aún estaba entera que se veía desde la calle. El problema fue que eso nos creó responsabilidades porque no estaba demostrada su antiguedad; la verdad era que la importancia del sitio no radicaba en ello si no en su capacidad para responder preguntas sobre el pasado. Pero el que la Municipalidad estaba a punto de demolerla para ampliar el Museo de Arte Moderno vecino, ubicó nuestro trabajo en el centro de una serie de conflictos de intereses entre preservación y obra nueva. Estamos hablando de interferir en una conmstrucción ya licitada de varios millones de dólares que llegaban por un crédito internacional acordado. Pese a eso se comenzó un operativo histórico, arqueológico y de preservación [5].
Esa pequeña casa resultó ser representativa de la arquitectura anterior a la Real Ordenanza de 1784 –y por lo tanto la única en su tipo que quedaba en la ciudad-, ya que fue la legislación colonial que obligó a construir sobre la línea municipal; la casa conservó bajo el suelo hasta el fogón cavado en la tierra, los pisos de ladrillos y de tierra, el aljibe, algunas de las vigas originales del techo; los pisos y los muros de ladrillos unidos con barro habían sido recubiertos con una capa de cemento que pudo quitarse y se encontró hasta la primer pintura color rosa intacta. El techo en buena parte había sido destruido veinte años antes para hacer uno nuevo por funcionarios –historiadores de la arquitectura- que quisieron hacer una casa «típica colonial», aunque en estilo Neocolonial, destruyendo partes originales. Tal como la excavación demostró teníamos un piso que no había sido modificado desde la fundación.
Buenos Aires es, con absoluta certeza la única ciudad de América Latina que ha destruido casi toda evidencia arquitectónica de los 250 primeros años de su historia. Y si fue fundada en 1580 no casualmente la ciudad no tiene ni un solo ejemplo de arquitectura fundacional (siglo XVI); queda un único fragmento rehecho de una fachada de iglesia del siglo XVII y ninguna casa entera del siglo XVIII, tampoco hay un edificio público no transformado; las iglesias y conventos de ese siglo se conservan muy alteradas, sin ninguna fachada original. Es decir que ya no hay hada reconocible o auténtico anterior a la segunda mitad del siglo XIX o más. Por eso es que se torna importante que en el año 1833, se demuestre con los documentos elevados a un juez de la ciudad por una viuda y sus hijos, cuyo marido y padre Don Marcos de la Rosa había muerto durante la segunda invasión militar de Inglaterra a estas tierras, la edad de esa casa. Esto sin duda debe haber pasado disimulado entre las muchas escrituras de propiedad que hubo y no hay duda que ellos no tenían idea que esa casa iba a sobrevivirlos y que sólo sería demolida por quienes cobran un sueldo por conservarla en el siglo XXI.
¿Pero por qué nos preocupaba una casa familiar? No es sólo por prurito cronológico –aunque sí fuera la más antigua de la ciudad-; nos interesaba porque, aunque parezca poco creíble desde otras latitudes, queríamos indagar acerca de una de las constantes urbanas sostenidas a lo largo de 400 años: la de la no permanencia de los inmuebles. En un libro resultado de casi treinta casos estudiados (Schávelzon 1999 y 2000) y que hoy son muchísimos más, se llegaba a la conclusión que las viviendas privadas se demolían o transformaban al menos cada veinte años; y que los edificios públicos no alcanzaban los sesenta años sin al menos enormes cambios. Más allá del puro conocimiento científico el significado que esta costumbre tiene para la historia de la arquitectura, de la ciudad y ni hablar para el patrimonio, es enorme y preocupante. Esta pequeña casa resultaba así excepcional para entendernos a nosotros mismos.
En el año 1996 se había iniciado en la ciudad lo que conoceríamos como arqueología municipal (Schávelzon 2003). No era la primera vez que en el país se hacían trabajos de arqueología en edificios históricos en relación con municipios, incluso había ya buenas experiencias, pero la posibilidades que brindaba la apertura democrática de un Intendente elegido por votación posibilitó nuevas alternativas. En este caso se organizó un equipo que actuara en función de los requerimientos municipales y no de un sistema universitario. Eso no fue fácil de definir, es decir lograr establecer los límites entre una y otra manera de actuar, ya que no implicaba diferencias teóricas o metodológicas sino el aceptar que los proyectos surgían en función de necesidades, preguntas y programas patrimoniales que eran gestados en instancias externas a la arqueología misma; y algo aprendido fue que lo hecho por el municipio implicaba la inmediata difusión del conocimiento generado y la exhibición del material cultural transformado en patrimonio histórico. Es en mucho similar al accionar del INAH pero sin el Estado nacional.
Las preguntas que se nos hacían eran claras porque había que tomar decisiones: 1) la antigüedad de todo y de cada sector de esta construcción, 2) la valoración patrimonial, 3) la función original y 4) deslindar los agregados recientes. Pero esto era arqueología histórica, o como se la ha denominado por sus problemáticas específicas, arqueología urbana, y por lo tanto no se podía desprender de sus propia especificidad. Por lo tanto se establecieron objetivos puramente científicos: 1) aportar al conocimiento de la vida doméstica en la ciudad en una área fuera del centro; 2) definir tendencias de consumo alimentario para los cambios entre el final del siglo XVIII e inicios del XIX y 3) ampliar el conocimiento de la cultura material en los momentos anteriores a la construcción de la casa más antigua.
Para responder fue necesario un estudio interdisciplinario en que intervinieron varias vías de búsqueda de información, de tal forma que al contrastar los resultados tuviéramos respuestas más precisas. Y, como cosa poco común en la arqueología argentina, se invitó a diferentes arqueólogos y sus equipos a excavar en la misma casa, para también contrastar los resultados en una experiencia enriquecedora. Las vías de investigación fueron: A) arqueología; B) análisis cronológico de restos de cultura material, C) historia documental; D) estudios de arqueofauna; E) arqueología de la arquitectura; F) historia oral; G) historia de la arquitectura e I) iconografía; en todas ellas se hizo hincapié en el fechamiento. Se logró así una reconstrucción única del proceso de construcción de la casa, de sus transformaciones, del uso del terreno e incluso poder asomarse a la vida cotidiana del lugar a lo largo de 250 años, incluyendo su uso por los niños (Schávelzon 2005).
Los resultados mostraron que se estaba ante una casa de excepcional valor y para inicios del 2000 ya existía un nuevo proyecto de puesta en valor. Paralelamente se hicieron conversaciones con el arquitecto, residente en Estados Unidos, quien había obsequiado el proyecto de ampliación del vecino Museo de Arte Moderno. Este mostró su asombro porque nadie se lo había dicho y visitó el lugar entendiendo la necesidad de conservar esa casa en el interior de la nueva obra. Pero los responsables consideraron que el proyecto estaba hecho y cambiarlo implicaría tiempo y dinero, lo que se suponía que no se tenía. Mientras se seguían las excavaciones y estudios ya en forma esporádica. En plena crisis económica y social, en marzo de 2003 el Movimiento de Trabajadores Desocupados ocupó el lugar que veía vacío e instaló una escuela, un comedor infantil y viviendas. Era gente que había sido desalojada de la manzana de enfrente que por su antigüedad pasó también a la Secretaría de Cultura y que aun hoy sigue desocupado. Absurdamente allí iba a ir el museo de la arqueología de la ciudad, para el cual se gastó el presupuesto de la obra en dibujar el proyecto… Y siguió vacío y abandonado [6]. La gente que allí vivía en situación ya muy precaria cruzó la calle y tomaron el lugar, entendiendo que si el sitio era para la cultura, nada mejor que darle ya esos usos. El tema generó un escándalo público porque los antropólogos y arqueólogos apoyaban al MTD en sus demandas. Pero antes de fin de mes la justicia y la policía desalojaron el predio a pedido del Museo de Arte Moderno.
Todo siguió igualmente suspendido con el aumento del deterioro y denuncias públicas sobre las contradicciones de demoler para preservar, estudiar una casa popular para impedir que vivan allí habitantes del pueblo, hacer un nuevo edificio para la cultura de élite impidiendo que funcione una modesta escuela. Lo que estaba en crisis era el patrimonio mismo. Y siguió todo igual hasta octubre 2004 en que se volvieron a anunciar las obras del Museo, las que salvo por haber vaciado el existente nada se había hecho. Tampoco nadie avanzó en modificar los planos y ya habían pasado cuatro años, siete del proyecto inicial, y siguió pasando el tiempo. Fue en 2005 cuando algo se decidió: preservar sólo los cimientos de la casa antigua, demoliéndola, lo que era el absurdo de conservar lo único que no se había hecho para ser visto, los cimientos, y destruir muros, pisos, patios, fogón, aljibe… Y se contrató una empresa para hacer una losa de concreto sostenida por columnas enterradas, para que al excavar los sótanos del nuevo museo esos cimientos quedaran en el aire a cinco metros de altura y luego se construyera en torno a ellos. Jamás se contrató un conservador para el tema que supervisara eso. No había tiempo ni dinero para hacer lo adecuado pero sí para el delirio: y eso se hizo; en 2007 se excavaron los cimientos sin avisar a los arqueólogos. Hoy todo sigue igual aunque con obras en la parte nueva, pero sin museo, sin ampliación, sin casa antigua, sin escuelita, sin nada.
Ahora y sin hacer historia contrafáctica, podríamos preguntarnos si ésta no era una historia que ya estaba escrita, si la arqueología no lo estaba diciendo al mostrarnos una repetición más de una ley del comportamiento porteño: que los edificios se demuelen o transforman cada generación. ¿Era esta una excepción de una casa –la primera- que no se demoliera?, ¿podíamos ser tan omnipotentes de creer que realmente lo habíamos logrado?, ¿qué mostraba la arqueología más allá de ese proceso en que la casa cambió constantemente? No nos dimos cuenta que la tendencia estaba escrita en la arqueología; y si la comparamos con construcciones ya excavadas [7] vemos lo siguiente:
RELACION ENTRE LOCAL E IMPORTADO
Vajilla y cocina (%)
Sto. Dgo. | Fonda | Peña | Ezcurra | Cobo | Pozo 10 | SJ.338 | |
Local | 9.21 | 0.59 | 0.57 | 6.76 | 1.91 | 7.13 | 20.12 |
Importado | 90.79 | 99.41 | 99.43 | 93.24 | 98.19 | 92.87 | 79.88 |
Este cuadro compara los porcentajes de productos materiales importados con los producidos local o regionalmente (sin restos óseos o materiales de construcción), que muestra una relación siempre asimétrica, siendo mayoritaria la presencia de lo importado. Muy pocas ciudades deben ser las que arrojan una presencia de objetos importados que llega al 99.43 % de promedio en todos sus niveles sociales (Schávelzon 2000 y 2005).
De esta manera, intentamos acercarnos a la explicación de una hipótesis producto de la observación recurrente: la sistemática transformación de los inmuebles en el tiempo y, por ende, la obvia dificultad de establecer políticas patrimoniales. Vemos en este caso un rancho en la periferia urbana que creció hasta ser una casa de tres ambientes, luego una residencia modesta de patio cerrado, luego se tugurizó, se demolió en parte y terminó como casa colectiva, la que retomada por el patrimonio terminó demolida por los mismos que debían protegerla. Es decir: un caso más, nada más que eso. Esto nos obliga a pensar primero ¿por qué sucede esto?, y segundo: ¿era esto algo del pasado que las políticas modernas de patrimonio no han logrado revertir porque nunca lo entendieron?
Lamentablemente la primer respuesta no la podemos dar con certeza porque supera los límites de la arqueología; nos habla de un tipo de sociedad que se construye a si misma sobre una peculiar idea de progreso infinito. Arraigada desde la Ilustración –reconstruida por el Liberalismo positivista- y vuelta a rearmar por el Nacionalismo, esa sociedad que se identifica con un imaginario colectivo que la acerca a una Europa ideal o un Estados Unidos ficticio, para despegarse de cualquier tradición supuestamente indígena o Latinoamericana, unida a la idea de que preservar es una actitud políticamente reaccionaria o conservadora. Una ciudad formada, o re-formada por la Gran Inmigración de 1900, que borró primero al indígena con un genocidio brutal y luego a los afroporteños con otra forma de desaparición menos violenta pero no más benigna, para ser, o imaginarse, blanca, occidental y cristiana. Absurdamente, para un país en que el Nacionalismo ha sido una constante en sus políticas, siempre se consideró que el recambio inmobiliario era un símbolo de crecimiento económico y de mejoría social. Es por eso que aun no existe una política concreta de preservación. No es que no se trabaje en ello, es que no se resuelve el problema estructural, las concepciones mismas de identidad, de memoria y de patrimonio. Quizás los porcentajes de basura importada sirvan para ejemplificar este puerto más conectado culturalmente con Europa que con su propio territorio.
La pequeña casa de San Juan 338 ha sido demolida pese a que se demostró que era la más antigua de la ciudad, por la Secretaría de Cultura del propio Gobierno de la Ciudad, para en trece años que lleva esta historia no poder ampliar un museo de arte moderno. Puede parecer absurdo: demoler lo original y auténtico para hacer una pequeña parte de la ampliación del museo vecino sin siquiera dejarla dentro, pero sí aceptaron dejar los cimientos a la vista con costos millonarios. Esto es real. Y quien quiera más datos, recordemos que en noviembre 2006 el Gobierno de la Ciudad perdió un juicio por haber autorizado demoler la casa más antigua del barrio (colonia) Flores (la Casa Millán, en J. B. Alberti 2476), declarada patrimonio por ellos mismos poco antes. Lo más simpático es que el fallo del juez obligaba al Gobierno a destinar más fondos al área de preservación; posiblemente ese dinero se usó para demoler la otra casa histórica; o no, es difícil probarlo, pero queda el interrogante abierto.
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– 2007 “El fracaso del Museo Argentino de Arte Precolombino, o sea El museo que no pudo ser: historia de la polémica Goretti-Di Tella”, En: Debates actuales en arqueología y etnohistoria, E. Olmedo y F. Rivero (coords.), Universidad Nacional de Río Cuarto, Río Cuarto, pp. 53-72.
– 2009 “Buenos Aires, arqueología en una ciudad en destrucción total: excavaciones en Defensa 1462”. En: Canto Rodado, vol. 3, Panamá, pp. 113-133.
SCHAVELZON, D. y Silveira, M.
2000 Plano del Potencial arqueológico de Buenos Aires, publicado en CD. Centro de Arqueología Urbana-CONICET. Buenos Aires.
Notas
[1] Cerca de 250 trabajando de manera parcial o total, más otros 50 inactivos
[2] Datos a 1998
[3] Esta ponencia fue presentada en el año 2007, nuevas elecciones llevaron al Gobierno de la Ciudad un equipo de trabajo diferente con una mentalidad progresista, que pese a todos los problemas ha resuelto inconvenientes e impulsado algunas excavaciones.
[4] Desde 2007 el sistema de supervisión fue suspendido, porque los defensores del patrimonio no eran quienes debían ser vigilados si no que había que usar todos los recursos contra traficantes y saqueadores. Pequeña diferencia.
[5] Hecho desde la Subsecretaría de Acción Cultural (luego Dirección General de Patrimonio), de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad; los trabajos de excavación se hicieron con la colaboración de Marcelo Weissel, Mario Silveira, Emilio Eugenio, Verónica Aldazábal y América Malbrán y sus equipos de investigadores.
[6] El nuevo gobierno de la ciudad, en 2009, lo transfirió al gobierno de España para un centro cultural.
[7] Las siglas significan: Iglesia de Santo Domingo, pozo de basura de cocina fechado para 1800-1823; Fonda de los obreros que construyeron los Almacenes Huergo (Michelangelo) Balcarce 433, pozo de la basura fechado para 1848-50; Casa Peña, San Lorenzo 392 (Casa Mínima), pozo de basura para ca. 1840-70; Casa de Josefa Ezcurra en Alsina 455, pozo de basura para 1801-20; Casa Cobo en Balcarce 238, pozo de basura para 1860-95; H. Yrigoyen 979, pozo no. 10, pozo de basura de inicios del siglo XIX; San Juan 338, todo lo excavado sin relleno de pozos sanitarios y sondeos 2002.