«Recuerdos y olvidos monumentales: Indios y Colonos (entre otros) en la construcción del pasado y el presente de la ciudad de Catamarca, República Argentina»
El artículo «Recuerdos y olvidos monumentales: Indios y Colonos (entre otros) en la construcción del pasado y el presente de la ciudad de Catamarca, República Argentina» de Alejandro De Angelis ha sido publicado en las Actas del VI Congreso Internacional de Etnohistoria (simposio 3), en el mes de noviembre de 2005, Buenos Aires, República Argentina.
Despejando las perplejidades de la acción.
Este trabajo apunta a generar la discusión y la reflexión sobre el proceso de construcción de la historia de la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca, teniendo en cuenta la monumentalización de algunos de sus espacios, lugares y construcciones.
Para esto se exponen diferentes concepciones existentes sobre la idea de monumento, tomando luego ciertos espacios y edificaciones históricas catamarqueñas, las cuales han sido investigadas desde la arqueología y la historia, tratando de dar cuenta de la relación entre los discursos científicos generados por estas investigaciones y el surgimiento y la legitimación de ideas esgrimidas por diferentes grupos sociales locales y como éstas se plasman en monumentos.
La discusión se plantea a partir de una primera lectura de la información disponible para la ciudad de Catamarca. Esta información esta conformada básicamente por la historiografía de la Provincia de Catamarca, la memoria historiografiada o las narraciones orales publicadas como tales, las fuentes documentales éditas e inéditas de los archivos eclesiásticos, judiciales e históricos referidos al área del valle central, los trabajos publicados sobre arqueología del valle central de Catamarca y los monumentos históricos nacionales, provinciales y espacios de valor patrimonial expuestos por el municipio de la Capital.
De esta manera se espera proponer, en las investigaciones históricas locales, y particularmente desde el proyecto de arqueología histórica del casco urbano de la ciudad de Catamarca1, el desarrollo de una conciencia crítica constante que tenga en cuenta la relación entre los discursos científicos y las ideas de bien y de verdad de una sociedad en particular.
Monumento: construcción folklórica vs construcción oficial.
Para los antiguos romanos, el monumento – monumentum – era una obra arquitectónica o espacio conmemorativo, relacionada a eventos y personas, así como a la materialización de conceptos relacionados con el nacimiento y con la muerte (Le Goff, 1991).
Etimológicamente, el término en cuestión, deviene de la raíz latina monere que significa “hacer recordar”, “avisar”, “iluminar”, “instruir”, el que a su vez está relacionado al término memoria (mens, memini) el cual significa “mente”. Lugares o espacios de la memoria, pues, sería la acepción normativa del uso románico de la palabra monumento.
Pero más allá del tiempo transcurrido entre la antigüedad y el presente, es posible sostener que dicha acepción continúa en uso en la actualidad. Así, la memoria es entendida como percepciones de personas o comunidades, cuya característica principal la compone la oralidad, como palabra no escrita y por lo tanto no historiográfica, no solamente por no haber alcanzado la textualidad como condición necesaria, sino además porque es una conciencia histórica en estado “natural”, entre la realidad y la ficción y además es atemporal (Olick y Robbins 1998).
Se la distingue por lo tanto de la historia oficial, ya que se trata de una historia oral, surgida del campo de lo popular, del folklore, y de lo mítico (Klein 2000).
Posee entonces, una caracterización de ficción, en tanto que no puede describir con certeza a personas que actúan en un lugar temporalmente definido, en una realidad concreta y contrastable. Es por esto una poiesis, asumida como una invención no probable y por lo tanto una mentira asociada a las manipulaciones políticas, cuyos fines están centrados en el poder (Koselleck 1993).
En el mismo sentido, Maurice Halbwachs, sostiene que esta memoria se encuentra condicionada por su contexto social, en donde las experiencias individuales se fusionan con las adquiridas o comunicadas, lo cual no solamente define lo que se recuerda, sino también lo que se olvida (Halbwachs 1975, 1991, Schávelzon 2002b).
La memoria, por tanto, existe como acto de comunicación informal, factible de sufrir cambios en el mensaje, deviniendo en una ruptura comunicacional que lleva finalmente al olvido. Es, en consecuencia, un conocimiento compartido y mantenido entre individuos de un determinado grupo social (Ibid).
A su vez, esta comunicación necesita una objetivación en forma de símbolos para poder insertarse en el conjunto de las ideas compartidas por un grupo y estos símbolos necesitan materializarse en espacios, en donde las ideas son transmitidas (Ibid). Es por esto que los espacios se convierten en monumentos o hitos, llegando a ser una de las formas de transmisión y también de recuperación de la memoria (Schávelzon 2002b).
Por el otro lado, las disciplinas históricas, se han encargado de sostener una definición canónica de “lo monumental” que, si bien se relaciona con la idea de la memoria popular y su transmisión, tiende a dar preferencias a las edificaciones relevantes, tanto por los sucesos o hechos históricos que contuvieron materialmente o por el valor estético arquitectónico, representando por ejemplo un estilo característico de una época o de algún arquitecto en particular (Icomos 1964, Unesco 1972, Carta de Toledo 1986, en Argentina ver: Ley de monumentos – 25743 2003).
A su vez, los discursos de las disciplinas que se encargan de la construcción del pasado, principalmente la historia, la arqueología y la historia de la arquitectura, se relacionan con la puesta en valor de las edificaciones, aportando las “pruebas” necesarias para que un bien sea considerado digno de entrar en la lista del patrimonio de una sociedad y pasar a ser así, un bien protegido, es decir un “monumento” (Bonta 1978, Appadurai 2001, Caballé 2003). Por esta circunstancia, los discursos del pasado, en tanto pruebas, son herramientas de legitimación de diferentes sectores sociales, especialmente de los grupos dominantes como las elites políticas, religiosas y económicas, las cuales detentan el poder en un estado, administrando las ideas de bien y de verdad, referenciándolas históricamente en los discursos del pasado y erigiendo espacios y construcciones que los representan (Jones 1997, Kohl 1998, Appadurai 2001, Schávelzon 2002a, Lozanovska 2003). Pero estos grupos dominantes no siempre son homogéneos y suelen entrar en conflicto entre sí, justamente por la pertenencia de los espacios, las construcciones y su propia historia oficial (De Angelis 2004).
De esta manera podemos hablar de dos concepciones de lo monumental, una sostenida desde las disciplinas históricas que aportan pruebas científicas de validez histórica o estilística y otra, una historia folklórica basada en la memoria colectiva y la ritualización del espacio.
Entendiendo ambas concepciones como surgidas desde las dos lógicas de la modernidad existentes como modelos aplicables a las ciudades latinoamericanas2 para fines de siglo XIX y la primera mitad del XX (Larraín 1996), esto es, la modernidad ilustrada sostenida en los procesos que dieron origen a los estados nación liberales y a la ciencia racional adoptadas por las elites políticas y, por otro lado; la modernidad barroca hija de los procesos de colonización religiosa, mestizaje y sincretismo indígena colonial. Mientras la primera modernidad es claramente textual, evolucionista y racional, la segunda es oral, mítica y dramático – simbólica; en donde la primera surge de una alianza progresista entre las elites del estado liberal y la mano de obra inmigrante europea, la segunda surge de un pacto trascendentalista entre el clero religioso y la elite criolla terrateniente con la mano de obra esclava, india y mestiza (Ibid).
Sin embargo es nuestra propuesta, que esta primera etapa está compuesta también por una fuerte “ruptura física”, en donde las investigaciones arqueológicas no se realizaron sobre el espacio de la ciudad de Catamarca, limitándose al interior de la provincia. Por otro lado, las investigaciones históricas tomaron un énfasis casi absoluto en el estudio de las genealogías de las primeras familias colonizadoras condensadas en la ciudad y sus descendientes. Esto planteó una clara separación entre, por una parte lo hispánico y el lugar donde se concentraba lo hispánico, es decir la ciudad, abordado a través de la documentación, y por otra parte lo indígena, concentrado en zonas despobladas del interior, abordado por la arqueología.
Mención aparte merece la obra del Padre Antonio Larrouy, quien en 1914 compiló los datos históricos sobre las poblaciones de indios del valle, que se hallaban en el Archivo de Indias, y también los datos de la etapa colonial de Catamarca. Larrouy comprendió la importancia histórica de los pueblos de indios en la formación de la ciudad capital y lo hizo tan bien que incluso se permitió el reconocimiento en el campo de los asentamientos mencionados por las crónicas – como por ejemplo los indios de Choya4 – y las relaciones que estos asentamientos tenían con los primeros colonizadores y con las primeras iglesias del lugar (Larrouy 1914). Desgraciadamente, los arqueólogos, no han retomado la obra de este investigador, que supo aunar arqueología e historia, indios y españoles, para contextualizar el surgimiento de la ciudad de San Fernando del Valle.
De todos modos, lo que cabe destacar es cómo ambas disciplinas en un primer momento, fueron practicadas por lo que se considera la elite no solo intelectual, sino también económica, política y religiosa de la sociedad de Catamarca5. Así, las clases altas locales, como los sectores vinculados al poder generaron la historia y la arqueología oficial.
Pasada la primera mitad del siglo XX, los arqueólogos replantearon su acercamiento al pasado, en gran parte debido a los trabajos de Rex González. Si bien Rex no se abocó al estudio de la ciudad capital, nunca dejó de mencionar la necesidad de investigar la etapa colonial y sus ciudades desde la arqueología (González 1955). Sin embargo, interpuso una etapa hispano – indígena (1542 – 1659), caracterizada por las guerras de rebeliones de los pueblos originarios en contra de la colonización española, que generó una zona de transición disciplinar, una etapa que no se supo muy bien desde donde abordarse, si desde la arqueología o desde la historia, hasta que después, en años recientes, sería abordada por una nueva interdisciplina denominada etnohistoria o antropología histórica (Lorandi 1988), generando así una “historia para los indios históricos”.
Con la apertura de la Universidad Nacional de Catamarca, en épocas de la dictadura militar (1972), y la creación de la Licenciatura en Historia (1972) y posteriormente de la Licenciatura en Arqueología (1987) se abrirían nuevos espacios desde los cuales proyectar investigaciones en la ciudad.
Así, los historiadores que investigaban y ejercían la docencia desde la Universidad local, y que centraron sus objetivos en la construcción del pasado de la ciudad (por ejemplo: Bazán 1996, Bosch 1983, Brizuela 1985) coinciden en general, en atribuir el origen de la misma como una consecuencia político económica, justificada a través de un reclamo de los pobladores más poderosos del Valle Central6, quienes necesitaban una ciudad capital que administre la justicia en esta jurisdicción.
Según los datos de éstos investigadores, el sitio elegido por Fernando Mate de Luna, fundador de la ciudad en 1683, fue la margen derecha del Río del Valle (lugar que hoy ocupa) por encontrarse “despoblado” y por lo tanto fácil de amojonar sobre un reticulado o damero de nueve manzanas de largo por nueve de ancho y dos calles de ronda. Sobre este cuadriculado se realizaron los repartimentos de los solares a los vecinos principales del Valle, otorgando además una manzana entera frente a la plaza central para el clero secular y la construcción de una iglesia matriz y cementerio; dos manzanas ubicadas a una cuadra al sur de la plaza central, para la construcción de un hospicio y capilla a la Orden de los Mercedarios; tres manzanas a una cuadra al oeste de la plaza central para la Orden Jesuítica y dos manzanas al norte, a una cuadra de la plaza central, para la Orden de los Franciscanos (Bazán 1971; Bosch 1983, 2004; Brizuela 1985).
El cabildo se encontraba frente a la esquina noreste de la plaza central, constituyendo junto a la iglesia matriz, las dos columnas sobre la que se asentaban la “justicia” y la “verdad” de la primera sociedad catamarqueña.
Sobre el aporte de la arqueología a la investigación de la ciudad, podemos decir que el único arqueólogo que ha trabajado en ésta ha sido Néstor Kriscautzky. Con un proyecto que investiga arqueológicamente el Valle de Catamarca y otros valles vecinos, nunca ha encarado sistemáticamente a la cultura material histórica de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX; sino que ha centrado sus investigaciones en lo “prehistórico” (antes de 1542, fecha de la avanzada colonizadora sobre el territorio del Tucumán7), especialmente en los sitios pertenecientes a lo que González denominó “cultura aguada” (González 1955, Kriscautzky 1990a).
Algunas intervenciones aisladas de rescate dentro del espacio urbano de la ciudad (Kriscautzky 1990b) le han permitido sugerir la presencia de pueblos de indios históricos (Siglo XVII), caso del sitio arqueológico del “Parque Adán Quiroga”, a diez cuadras de la plaza principal de la ciudad. De todos modos, este sitio de indios históricos que se encuentra dentro de la ciudad, al igual que los hallazgos de su cultura material, no han sido exhibidos ni puestos en valor a la sociedad, sino que, por el contrario, ha sido cubierto por una playa de estacionamiento y por el Polideportivo Provincial, no existiendo tan sólo una placa o cartel que indique al público sobre dicho asentamiento.
Por otro lado, el sitio más investigado de la provincia toda8 se encuentra dentro del municipio capitalino pero fuera del espacio urbano (unos 4 KMs del centro urbano sobre la ruta provincial N° 4) y se denomina “Pueblo perdido de la Quebrada”, el que actualmente continúa bajo el estudio de Kriscautzky. Este sitio arqueológico es el más visitado de la capital provincial por el turismo en general y pertenece a la denominada “cultura aguada” (Kriscautzky 1997). Según Larrouy, quien describe el sitio a principios de siglo como el “…sitio de la loma sobre el camino que va a la Chacarita de los Padres … en la merced de Cigalí…” (Larrouy 1914: 4) este lugar se encontraba despoblado a la llegada de los primeros españoles al Valle.
Los indios del Valle de Catamarca
El monumento que representa a los indios en el Valle de Catamarca es justamente “Pueblo Perdido”. No existe otro sitio arqueológico expuesto al público y estudiado sistemáticamente dentro del área del departamento capital, más que éste.
Por su cronología podemos saber que no llegó a estar poblado en tiempos históricos y por su ubicación geográfica vemos que está fuera del área urbana de la ciudad (Kriscautzky 1997). Estas características, expuestas al público como el único sitio arqueológico puesto en valor turístico, hacen que las personas perciban el pasado indígena como inconexo y no participante, cronológica y geográficamente, tanto del proceso de colonización del Valle, como de la fundación de la ciudad en 1683. Con esto no se está proponiendo forzar los datos cronológicos del “Pueblo Perdido” para hacerlos llegar hasta la conquista, sino más bien, mostrar como la partición establecida entre arqueología como la prehistoria de los indios e historia como la historia de las familias españolas, llevó a poner en valor un sitio o espacio como “Pueblo Perdido” que no es de un pueblo de indios de etapas históricas (posterior a 1542), y a ocultar sitios encontrados dentro de la ciudad y perteneciente a indios históricos descritos en las crónicas, caso del sitio “Parque Adán Quiroga”.
Así, la construcción del pasado de la ciudad a través de la monumentalización, oculta y expulsa a los indios, al generar sus espacios materiales de memoria, fuera de los límites de la ciudad y sin relación cronológica con las etapas históricas del asentamiento español en el Valle.
Es más, Kriscautzky reduce la arqueología urbana al “rescate” de los restos prehispánicos, quitando importancia al resto de la evidencia o de la cultura material colonial o republicana, como podemos apreciar en la descripción de un “rescate arqueológico” realizado en un barrio de la ciudad capital: “Estratigrafía: Desde la desocupación del sitio hay una capa estéril de restos culturales, sobre éstos una capa superior con elementos modernos, ladrillos, hierro, vidrios y huesos de fauna foránea” (Kriscautzky 1990a: 83). Estas palabras son las únicas que describen el material no “aguada” que encuentra en las excavaciones del sitio “Peschiutta”, en el barrio de Choya al noroeste de la ciudad capital, pero no toma este material “moderno” como evidencia arqueológica, descartándolo.
En otra excavación, la citada del parque Adán Quiroga en donde encuentra material indígena en asociación con restos hispánicos, nos dice en las conclusiones:
“Se plantea entonces si éstos grupos (los indios con cerámica yocavil) eran preexistentes en el lugar o si fueron trasladados desde el este…, creemos que fueron traídos por los españoles, desde Santiago del Estero, y suponemos que no estaban presentes en el Valle Central antes de la conquista. Todas nuestras prospecciones en el Valle, que son numerosas, han sido infructuosas, y no encontramos restos de éstas culturas que no estén asociados íntimamente a los españoles, así como tampoco hemos encontrado restos incaicos” (Kriscautzky 1990b: 79, subrayado mío).
A los indios históricos los trajeron los españoles, vaya paradoja arqueológica. Sin embargo, los datos históricos que “contrasta” Kriscautzky son solamente para los indios con cerámica “yocavil”, pero deja de lado al resto de las “otras culturas locales”, ya que las primeras crónicas y documentos de la entrada y asentamiento de los españoles en el Valle de Catamarca (Real Cédula 1769, Larrouy 1915, Bosch 2004) delatan a viva voz la existencia de numerosos pueblos de indios en el Valle, como los citados de Choya. Al ser parcial en las investigaciones arqueológicas sobre los pueblos de indios históricos, exponiendo solamente aquellos que por sus características estilísticas cerámicas se identifican con los foráneos al Valle, refuerza la idea de Valle despoblado. Además, es más probable que los indios con cerámica “yocavil” hayan sido trasladados desde el Valle de Santa María, antes que desde Santiago del Estero, como proponen Lorandi y Kriscautzky (Kriscautzky 1990b), ya que el lugar que excava Kriscautzky, en el “Parque Adán Quiroga”, era parte de la encomienda de Choya, y por lo tanto asiento de tres familias calchaquíes encomendadas a Don Luis de Hoyos junto a seis familias de indios del pueblo de Choya (originales del Valle de Catamarca) (Título de la Merced de Choya 1668, Bosch 2004).
En este sentido, no resulta casual que los primeros arqueólogos locales, Lafone y Quiroga, tampoco se abocaran a estudiar la ciudad y el Valle de Catamarca. Es más, la mayoría de los historiadores, excepto por ejemplo Larrouy, han narrado que la ciudad se fundó y planificó sobre la margen derecha del Río del Valle, lugar despoblado de indios (ver por ejemplo a Bazán 1996), dando así los fundamentos históricos para mantener a los arqueólogos alejados de la urbe. Cabe suponer que el realizar investigaciones arqueológicas dentro de la ciudad pueda traer aparejado cierta tensión académica, en esto es necesario un diálogo reflexivo y maduro, en donde los proyectos de investigación sean multidisciplinarios, abordando el pasado desde la documentación, los suelos y los muros, como así también a la totalidad de la población del pasado y no sólo a una franja.
De todas maneras, los discursos vigentes de la arqueología oficial, sobre los indios históricos, no son reflejados en la puesta en valor de espacios y lugares que puedan llegar a constituirse como monumentos. Además, estos discursos, continúan ordenando y delimitando el pasado en compartimentos asépticos, donde los indios “prehistóricos” – que viven en los cerros lejos del fondo del Valle, lejos de la ciudad y sus ciudadanos – no se relacionan a los indios “históricos”, traídos por los colonizadores desde otro lugar. Evidentemente hace falta replantear la arqueología del Valle Central, desde el siglo XV en adelante.
Los colonos del Valle de Catamarca
La monumentalización del pasado “histórico” parece ser ambigua en los discursos de la historia oficial. Lo es porque en éstos, también se hallan presentes los pueblos de indios dentro de la ciudad y participando activamente de la vida ciudadana incluso en el siglo XIX, conformando un barrio propio denominado “La Merced” a una cuadra de la plaza principal (Bazán 1971). Estos datos, no han sido nunca trabajados desde la arqueología; vamos que si se suponía que nuestra disciplina se encargaba de los indios, estos muchachos fueron olvidados por nosotros. Con ésta práctica disciplinar cabría entonces preguntarse, con cierta ironía, si los indios históricos que viven y trabajan en la ciudad son realmente indios y por lo tanto objeto de estudio arqueológico.
De todos modos, algunos historiadores, como el ya citado Larrouy y también Bazán, expusieron que la población histórica de Catamarca hasta fines del siglo XIX, estuvo compuesta por diferentes pueblos de indios, como los capayanes, los choyanos, los colpes y los calchaquíes junto a negros y mulatos esclavos, españoles terratenientes, portugueses comerciantes y hasta soldados ingleses apresados en las invasiones al Río de la Plata y confinados a las ciudades del interior, como Catamarca (Larrouy 1914, Ruiz 1965, Peracca 1994, Bazán 1996 y Guzmán 1999, Bosch 2004). Todo este mejunje está expuesto en la historia oficial de la ciudad, mayormente por las investigaciones genealógicas realizadas para determinar quién es quién y de donde viene cada familia en la historia local (Guzmán 1985). Así, gran parte de esta historia se conformó como el relato de los nombres y apellidos tradicionales de la localidad.
Pero estos nombres y apellidos no solamente están escritos en los libros de la historia oficial, también están escritos en los espacios y sus construcciones.
Para empezar, la mayor cantidad de edificaciones convertidas en monumentos, tanto nacionales como provinciales, son eclesiásticas (Moreno com. per.9) como por ejemplo la Catedral Virgen del Valle, la Gruta de la Virgen y el Seminario Conciliar; luego siguen las construcciones familiares de los gobernadores históricos, por ejemplo la casa del ex Gobernador Ahumada, la del General Navarro y la del ex Gobernador Cubas, y posteriormente la arquitectura pública en general como el viejo hospital San Juan Bautista y el Colegio Nacional, construida por el arquitecto Caravati hacia fines de siglo XIX (Pérez Fuentes 1994).
Los criterios de relevancia para la puesta en valor o determinación del carácter monumental son los canónicos: se tratan de criterios basados en la relevancia histórica, la antigüedad y la esteticidad (Planeamiento Urbano 1981). En el primer caso la relevancia histórica está determinada por la historia oficial, que otorga “pruebas” basadas generalmente en la trayectoria de personajes históricos. De esta manera, estos personajes se constituyen como antepasados y sus casas y la materialidad en general que les perteneció pasan a ser, a su vez, un mausoleo en donde referenciarlos; constituyéndose así como un poderoso motor que funda la identidad de la ciudad (Kaulicke 2000).
Con la arquitectura eclesiástica sucede algo similar. De éstas, las construcciones monumentalizadas pertenecen a la categoría “antigüedad”, siendo de primer orden la Catedral de Catamarca. Si bien la primera Catedral o iglesia matriz de la ciudad se construyó poco después de la fundación y ordenamiento (1683 – 1695), la Catedral que vemos actualmente es un reemplazo de un reemplazo de aquella antigua iglesia matriz.
Este dato histórico es bastante claro, existiendo incluso dibujos de época que ilustran la primera iglesia con un estilo colonial (Espeche 1875); sin embargo, algunos historiadores y dibujantes de la actualidad (Ahumada 1995 y Guzmán 1995) han decidido soberanamente difundir dibujos que reconstruyen el paisaje urbano de la época colonial, en donde aparecen personajes vestidos a la usanza de los estamentos sociales altos del siglo XVIII pero con el agregado de la Catedral neoclásica construida por Caravati a fines del siglo XIX. No pretendo juzgar la representación “artística”, sin embargo, me parece sugestivo que un libro de historia de Catamarca se confunda de manera semejante (Fig1).
Otro dato a tener en cuenta para comprender la “relevancia” de la Catedral es el de ser la iglesia que contiene la imagen de bulto de la Virgen del Valle, la cual es venerada por la provincia y las provincias vecinas. Esta imagen se constituye como el eje de la procesión que se realiza todos los años para el 8 de diciembre, procesión que es una fiesta religiosa popular.
La virgen, según el folklore y la iglesia católica apostólica romana, ha realizado muchos milagros y los más importantes se encuentran representados en los vitrales de la capilla interior de la Catedral. Entre estos milagros, uno de los más exaltados ya que también se encuentra representado pictóricamente10 en la parte central de la bóveda de la nave central de la Catedral y en la capilla interna con un vitraux, es el de la defensa de la ciudad contra el ataque de los indios (Fig. 2 y Fig. 3).
La representación se trata de hordas de indios sobre la parte izquierda del cuadro, arrojando flechas y piedras hacia el sector derecho de la imagen, en donde se encuentran los españoles. Sobre éstos últimos, aparece el manto protector luminoso de la Virgen del Valle, que además envía blancos rayos contra los indios. El cuadro de por sí es elocuente, remarcándose el punto de observación o de vista de la obra, en donde los indios se enfrentan a los colonos y también al espectador. Ahora bien, esta circunstancia es sumamente interesante, ya que nuestro problema se encuentra simbolizado en esta pintura. Realmente no existe, en la historiografía oficial y las crónicas, un ataque comprobado por parte de los pueblos de indios hacia los primeros pobladores de la ciudad.
También podemos encontrar, en el famoso cuadro que representa la fundación de Catamarca11 (Fig. 4) a los colonos y religiosos españoles jurando sobre el rollo de justicia, en la parte central, y casi imperceptible, la figura de un único indio, en las sombras, en el sector inferior izquierdo del cuadro.
Olvidos y ocultamientos o memoria y descubrimientos: herramientas de legitimación a fines del siglo XX.
Schávelzon nos dice: “La memoria es una construcción colectiva, el olvido también” (Schávelzon 2002b: 83). Por un lado indios con la cabeza gacha, de rodillas y observando pasivamente el cuadro, indios cuyo monumento, el “Pueblo Perdido”12 se haya fuera de la ciudad, fuera del tiempo en que se construyó la ciudad. Indios sometidos no tanto por los españoles, sino por el milagro de la virgen, intercesora ante Dios, fuente de toda verdad y justicia.
Por el otro, colonos. Religiosos colonos, intercesores ante la virgen en cada una de las festividades cíclicas del 8 de Diciembre de todos y cada uno de los años frente a la Catedral. Colonos fundadores, cuyos apellidos sobreviven en los ladrillos monumentales de las construcciones históricas provinciales. ¿A partir de donde se forma esta imagen del pasado de la ciudad? ¿A quién le pertenece la historia de la ciudad?
Para empezar, y terminar, aquél paisaje audaz en el dibujo de la plaza central (Fig. 1), en donde la Catedral neoclásica se mezcla con los vestidos coloniales, no es otra cosa que un manejo sutil del pasado, en donde la Catedral neoclásica no es un elemento del siglo XVIII, sino, por el contrario, que los vestidos característicos del estamento social alto del siglo XVIII, son traídos y mostrados en el siglo XX. Aquellos fundadores coloniales de la ciudad se proponen estar entre nosotros, descubriéndose desde su pasado. Esta imagen es una metáfora; la asociación entre la Catedral actual y los viejos trajes que pasean por la plaza, comunican a quién le pertenece el pasado de la ciudad.
Lo mismo sucede con el cuadro de la fundación de la ciudad (Fig. 3), los colonos, protagonistas, no solo son mayoría alrededor del rollo de justicia, sino que además, los indios, representados por un solo personaje, están arrodillados frente al rollo y a los españoles, mostrando una actitud pasiva, es decir, una actitud pasiva frente al acontecimiento histórico que esta acaeciendo, nada menos que la fundación de la ciudad.
La escena (Fig. 2 y 3), de la virgen castigando a los indios, muestra como los colonos poseen la verdad y la justicia, o sea Dios, garantizada por el poder religioso, intermediario entre la virgen y los hombres.
¿Cómo han pasado a la historia ambas partes? Más allá del discurso oficial de historia y arqueología, en donde los indios están dentro de la ciudad, la memoria, planteada aquí como herramienta de legitimación de los grupos dominantes expresada en las formas monumentales del “Pueblo Perdido”, la Catedral y las construcciones históricas con nombre y apellido, le muestra a la sociedad toda un pasado en donde los indios no estaban en la ciudad, ni fueron agentes activos en su construcción histórica, ya que la única posibilidad de ubicar su recuerdo material, es bajo la forma ruinosa de un sitio arqueológico que perteneció a un “Pueblo Perdido” en los cerros, fuera de la ciudad y despoblado ya a la llegada de los primeros colonos.
Por su parte, los colonos, únicos constructores y poseedores de la ciudad se legitiman en las imágenes y los apellidos contenidos en la Catedral y las grandes edificaciones arquitectónicas. Pero estos colonos no eran gente de a pié. Los datos históricos sobre los repartimientos de los mejores solares (Bosch 1983, Guzmán 1985) más las representaciones históricas artísticas de los vestidos costosos, la jura ante el rollo de justicia, y las construcciones históricas con nombres y títulos de ex gobernadores, etc., nos remiten más al estamento social noble y alto que a las castas, los mestizos, los inmigrantes y todos los otros olvidados en la monumentalización del pasado catamarqueño.
Cabe preguntarse si no es acaso, la elite social de la Catamarca actual, como dueños de los medios de producción del pasado, es decir de la monumentalización de los discursos y de los espacios de la memoria, quienes pintan los cuadros y deciden que edificación se debe convertir en un monumento, mostrándose a sí mismos en la historia y ocultando el resto, manipulando el pasado al referenciarse como único grupo en él.
Además, la monumentalización de la Catedral, de la virgen y de las construcciones con nombres y apellidos de lustre, proponen un pacto entre un elemento mítico religioso y las elites dominantes, que promueven la fiesta religiosa popular con gran participación de las clases bajas de la sociedad, manipulando la memoria, en tanto construye un folklore sobre el origen de la ciudad proponiéndolo como un milagro de la virgen, la que protege a los primeros colonos que poseen la verdad y la justicia.
La fiesta de la virgen de los 8 de Diciembre se caracteriza justamente por ser un gran espacio de reunión frente a la Catedral, en donde el pueblo, y especialmente los pobres, acuden a rendirle homenaje y mostrar que recuerdan a la santa patrona del Valle, en una procesión encabezada por la elite política, religiosa y económica de la provincia. La virgen por lo tanto, y el monumento que la contiene y contiene la fiesta, es decir la Catedral y la plaza central, es el motor que funda la identidad de la ciudad de Catamarca, y que además disuelve las tensiones entre las clases y estamentos sociales al reunirlas en un mismo sentido, apelando a una memoria que oculta u olvida los procesos sociales y las tensiones que generaron los diferentes grupos, en particular los pueblos de indios, en la construcción histórica de la ciudad.
También, la separación entre las disciplinas de historia y arqueología, surgida a principios de siglo XX, continúa siendo funcional a esta manipulación, ya que continúa separando a los indios (arqueológicos y no textuales13) de la historia (colonial y textual); legitimando el lugar de la ciudad o la localidad de Catamarca como el espacio donde se concentran la historia y los colonos, representando el discurso de las elites. Es válido preguntarse si los indios se asocian así a lo malo, lo externo a la ciudad y a lo que se quiere dominar u olvidar, por lo tanto es inevitable corresponderlas a los estamentos sociales más bajos, dominados y marginales de la ciudad, negándolos y ocultándolos. En este sentido, la fiesta popular de la virgen, disuelve cualquier reclamo de identidades históricas como por ejemplo la representada por “lo indio” y así exorciza “lo ajeno” a la sociedad catamarqueña.
Hacia la reflexión
¿Quien decide que recordar y que olvidar en nuestra sociedad? ¿Por qué las historias se basan en la muestra de algunos y en la franca exclusión de otros? ¿Cómo podemos ver la pluralidad en el pasado?
No pretendemos contestar inmediatamente estas preguntas, pero sí dejarlas planteadas hoy. La reflexión acerca de la construcción del pasado no puede ni debe pasar desapercibida por los investigadores de las ciencias sociales. Si nosotros constituimos una herramienta de la sociedad para el conocimiento de su propio pasado, no podemos tornarnos acríticos con esta construcción y mucho menos no dar cuenta de que éste, sobre todo en su monumentalización, es a su vez una herramienta de legitimación de diferentes sectores sociales.
Solamente un esfuerzo conjunto entre historiadores, arqueólogos y la comunidad, que supere los límites impuestos a nuestras disciplinas puede generar un verdadero debate que plantee, hacia la sociedad toda, un pasado pluralista como realidad histórica de la ciudad, o del pueblo tal cual lo propone García Canclini (1995).
En esto todos somos sujetos políticos activos, ya que debemos propiciar que la historia anónima y en minúsculas, también sea parte de la historia.
Notas:
[1] Proyecto: “Arqueología histórica del casco céntrico de la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca: la construcción material de la colonia y la república”. Cátedra Historia Colonial. Escuela de Arqueología. Secretaría de Ciencia y Tecnología. Universidad Nacional de Catamarca. 2004.
[2] Especialmente a los países de Argentina, Chile, Brasil y Uruguay.
[3] Estos gobiernos son característicos de la modernidad racional e ilustrada.
[4] Según los datos históricos, los indios de Choya existían desde antes de la fundación de la ciudad, la que de acuerdo a los datos aportados por Larrouy se fundó a media legua al sur del dicho pueblo de Choya (Larrouy 1914). En los documentos oficiales, continúan apareciendo como “pueblo de indios” en el Valle Central hasta el siglo XIX (Bazán 1971, Bosch 2004).
[5] Lafone era propietario de la más importante empresa minera de la época. Quiroga tenía fuerte gravitación política, Soria también poseía gravitación política siendo además de familia tradicional y el Presbítero Rosa Olmos y el Reverendo PadreLarrouy tenían cargos destacados en la curia.
[6] Para la época de la fundación, la población se concentraba en el norte del valle de Catamarca, en los pueblos de Piedra Blanca, la Tercena, San Isidro, Colpes, que a su vez habían surgido como encomiendas de indios y posteriormente se habían desarrollado por su favorable situación geográfica, ubicados sobre el camino que unía la ciudad de Tucumán con la de la Rioja y las de Cuyo (Peracca 1994)
[7] 1542 es la fecha de la entrada de la expedición comandada por Diego de Rojas, expedición que funda las primeras ciudades en el territorio del Tucumán Colonial.
[8] Las primeras tareas comenzaron en el año 1987. Un total de 17 años de investigaciones ininterrumpidas.
[9] Arq. Carlos Moreno, Icomos, Comisión Nacional Argentina de Monumentos Históricos.
[11] Oleo del plástico catamarqueño Luis Varela Lezana del año: 1940. Actualmente se expone en el salón de acuerdos de la casa de gobierno provincial.
[12] El nombre “Pueblo Perdido” no es mencionado en ninguna publicación anterior a los trabajos de Kriscautzky; el origen parece remontarse al nombre con el que los baqueanos de la quebrada denominaban las ruinas (Kriscautzky comunicación personal). Es sugerente el romanticismo de ésta transmisión oral que fue adoptada por el relato arqueológico, legitimando la acción de la investigación en tanto implica un descubrimiento de un pueblo que estaba perdido”.
[13] Esta condición de no textualidad está caracterizada por la ausencia de la voz indiana en las crónicas y los documentos históricos, en donde siempre un español habla por éstos.
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